miércoles, 22 de febrero de 2012

CARNAVAL


Hoy, miércoles de ceniza, el día en que se entierra la sardina simbólica que pone fin a las celebraciones del carnaval, hoy, a toro pasado se me ha ocurrido escribir sobre ésta fiesta. Pensando, pensando, sobre algunas cosas de mí existencia, he llegado a plantearme lo que el rito comunitario de los días de máscaras, significan en realidad. Oficialmente se admite que el hecho de colocarse un disfraz, ponerse una careta, es algo que permite a quien lo lleva hacer cosas que no haría en su vida cotidiana, al resguardo del anonimato que da el ocultar la propia faz, es más fácil dar rienda suelta a impulsos que ordinariamente reprimimos por no ser aceptados socialmente, y en estas fechas la permisividad levanta la veda de estas conductas. Hoy por hoy no se si tiene tanto sentido como antaño, ya que en todo momento del año se puede encontrar algún rincón donde imbuirse del espíritu carnavalero, ya no es imprescindible esperar a estas fechas para desmelenarse. Tampoco esto tiene mucha importancia para lo que quiero decir. Mí ´tesis es que lo que en realidad hacemos en carnaval y siempre que nos enfundamos un disfraz es quitarnos una máscara para ponernos otra.
La máscara que nos quitamos es la que llamamos persona, pues en griego persona significa máscara. Lo que nos quitamos entonces es nuestra personalidad ordinaria que no es más que un personaje que nos hemos ido creando y con el cual nos identificamos, y que estamos condenados a representar por el resto de nuestras vidas. Este personaje cotidiano no se corresponde en su totalidad (más aún, a veces lo contraviene), con el verdadero ser del individuo, pues muchos aspectos de éste ser han de ser ocultados o eliminados en beneficio de la socialización, domesticación, adaptación a las reglas sociales o simplemente al entorno.
Se me aparece muy claro que todo eso reprimido, escondido, recortado de nuestra esencia, sigue de cualquier forma vivo dentro de cada cual, que aunque sea relegado al inconsciente, subconsciente o como se le quiera llamar, sigue pugnando por manifestarse, reivindicando su derecho a existir, buscando el momento de saltarse las barreras del vigilante y escapar. Una manera de permitir una descarga parcial del yo oculto, es el disfraz. Podemos volver a ser lo que un día fuimos, pero para ello necesitamos la seguridad de que esto no tendrá las temidas consecuencias que nos amenazaron en su día y nos hicieron construir el títere adaptativo en que nos llegamos a convertir. Enmascararse es pues, desenmascararse, liberarse, ser uno mismo, hasta donde cada cual sea capaz de llegar, porque esto da, sin duda, mucho miedo, porque podemos encontrarnos con alguien que no conocemos, que no podemos controlar que se mueve por motivaciones que van más allá del pequeño margen de maniobra que solemos permitirnos. Un yo salvaje, arcaico, divino, es demasiado difícil de manejar, por eso solo se le puede sacar a pasear de vez en cuando, y con una cadena al cuello para que no se nos escape.