jueves, 8 de diciembre de 2011

M de...


Hoy voy a compartir un relato que escribí hace un tiempo. Lo que me motivó a redactarlo fue una imagen que pude contemplar en un curso de creatividad, una imagen que puede parecer tétrica, de hecho lo es, pero a la vez es de ésas que no dejan indiferente, Se trata de un fragmento de un cuadro titulado el triunfo de la muerte, de Bruegel el viejo

La muerte es siempre la última vencedora en el vida de todo ser humano, en todas las películas de nuestras existencias, la señora de la guadaña al final encuentra a su víctima y se la lleva sin remisión.

Además de la meditación acerca de la finitud de la existencia humana, esta imagen me traslada a la época en que fue pintada, la edad media, y un lugar, Centroeuropa, donde por aquella época las plagas de peste y otras terribles enfermedades se extendían como la pólvora, diezmando la población. Por aquel entonces no se conocían las causas que las producían, dando pábulo a todo tipo de conjeturas, alimentadas por la superstición y el temor a un dios vengativo que castigaba así las faltas de la humanidad.

Al proponerme escribir un relato sobe ésta imagen curiosamente pude leer por casualidad una información sobre el cornezuelo del centeno, un hongo que nace en la harina de éste cereal cuando se encuentra en mal estado, el cornezuelo del centeno es letal si es consumido en cierta cantidad y produce además unos efectos espeluznantes, entre otros, la necrosis de extremidades y órganos como la nariz y las orejas, que hace que éstos se pudran y se caigan, también tiene efectos alucinógenos. De éste hongo se extrajo por primera vez el LSD.

Con todos éstos mimbres mí imaginación comenzó a urdir la trama de ésta historia que podéis leer a continuación…

MUJER MUERTA CON NIÑO Y PERRO.

Aquella mañana Sara estaba sentada junto a la ventana hilando en su rueca, a su lado, en la cuna, Abel dormía acunado por el monótono sonido de la máquina y por el canto de su madre, que tarareaba muy bajito, como para sí misma. El trabajo rítmico hacía que ella cayera en un estado cercano al trance, su cuerpo y su mente aunados en la tarea. No había tiempo salvo ese momento, ni nada fuera de aquellas cuatro paredes que constituían su mundo. Allí dentro se sentía segura, allí dentro podía ser feliz, allí dentro podía olvidar lo que encontraría si traspasaba la puerta.

De vez en cuando se detenía para observar a su hijo, asegurándose de que la manta que lo cubría seguía oscilando suavemente al ritmo de su respiración. Cuando comprobaba que así era, reanudaba el trabajo con una sonrisa de alivio y con esa sensación de que poseía el objeto más precioso de este mundo.

Al cabo de un rato Abel empezó a moverse dentro de su cuna, primero giró varias veces la cabeza de un lado a otro, luego frunció en entrecejo como si fuera a llorar, Sara observó estos movimientos sin decidirse aún a tomarle en brazos, le gustaba tanto ver su carita que a veces le ocurría que tardaba en reaccionar incluso a su llanto porque se quedaba maravillada viendo sus pucheros. Al fin el niño abrió los ojos y posó su mirada en el rostro de su madre, sus manitas se zafaron de la manta que las cubría y se extendieron en busca de ella que, ahora si, se inclinó, ávida, para abrazar al niño. Le alzó por encima de su cabeza celebrando el reencuentro y luego lo estrechó con fuerza y delicadeza a la vez contra su pecho. El niño, a su contacto, empezó a mover la cabecita buscando instintivamente la fuente de su alimento. Ella apresuradamente empezó a soltar los cordones que servían de broche a su corpiño, sabía que si no lo hacía lo suficientemente rápido, su bebé empezaría a llorar por la frustración, al fin uno de sus pechos quedó libre y el niño se abalanzó sobre él con ansia, aferrándose con las dos manos y haciendo un sonido gutural que parecía un regaño a su madre por la tardanza. Los siguientes minutos fueron de relajación para ambos, tanto que ella estuvo a punto de quedarse dormida sintiendo en su cuerpo el calor del sol que entraba por la ventana.

Cuando el niño se sintió satisfecho, después de haber vaciado la despensa de su madre, ella lo puso contra su hombro para que expulsara los gases, aunque fue algo más lo que salió. Ella se quejó dulcemente – eh tú, glotoncete, has comido demasiado y ahora voy a tener que cambiarte de camisa. Íntimamente se sentía orgullosa de que su hijo pudiera comer a rebosar, pues conocía a algunas mujeres que no producían la suficiente leche como para amamantar a sus críos, y estos acababan muriendo de inanición si no tenían recursos suficientes para pagar a un ama de cría.

Cuando hubo acabado de cambiar y asear a su hijo y se aseguró de que todas sus necesidades habían quedado satisfechas, por el momento, fue cuando empezó a darse cuenta de la sensación que llevaba rondándole el estómago desde hacía un rato. Hambre, claro, ese mamoncillo la había vaciado por completo y ahora ella también necesitaba reponer energías.

No recordaba haber sentido tanta hambre en su vida como ahora desde que su cuerpo tenía que sustentar dos vidas. Cogió a Abel en brazos, envolviéndole en la toquilla nueva de color rojo que su marido le había traído en su último viaje y que tanto le gustaba, y se dirigió a la alacena donde guardaba los alimentos, mientras le explicaba al niño lo hambrienta que estaba.

Pensó en hacerse unas gachas, pero tenía tantas ganas de comer que le pareció una tortura tener que esperar el tiempo que le llevaría prepararlas, así que decidió tomar un trozo de pan con una buena cantidad de mantequilla y miel. Cierto es que el pan no tenía muy buen sabor, con la humedad la harina de centeno había cogido un gusto algo desagradable, pero en este tiempo de escasez ni se planteaba desecharla. Pensó que con el aderezo disimularía el sabor, además cuando hay apetito todo sabe bien.

Dicho y hecho, se partió una gruesa rebanada y se la zampó en dos minutos, tan buena le supo que decidió repetir. Increíble pero aún no se sintió saciada, así que comió una tercera, esta vez más pequeña.

Nada más acabar temió haber engullido más de la cuenta por ceder a la gula, pues notaba el estómago muy pesado, decidió recostarse en el banco y antes acostó a Abel que ya estaba casi dormido. Tumbada se sintió mejor, le empezó a entrar sueño y se quedó dormida.

Le pareció que había pasado un segundo cuando algo le sobresaltó y abrió los ojos. No era consciente de la causa de su susto, si había sido un ruido del exterior o una pesadilla, pero enseguida su conciencia empezó a hablarle a un ritmo frenético. Comenzó a pensar en las personas que había visto morir, en las horribles historias que contaban los mercaderes que habían recorrido muchas ciudades, como su marido, aunque él no contaba a penas nada, seguramente para no angustiarla. Esa horrible plaga que, según decían, castigaba a los que tenían pecados ocultos de los que no se arrepentían.

Algunos se volvían locos, a otros se les pudrían los brazos y las piernas y luego se le caían, había incluso quienes perdían la nariz y las orejas, quedando condenados a una existencia de monstruos a los que nadie se quería acercar. Al menos ellos podían purgar sus pecados en vida, porque otros muchos morían entre terribles sufrimientos que les hacían blasfemar hasta el último aliento, poseídos por el maligno.

Su corazón latía desbocado ante la evocación de estas imágines. Y ahora otro recuerdo, ese que había intentado borrar de su memoria sin conseguirlo, aunque en algunos momentos casi lo había logrado. Pero no, ¡no!, ella no tuvo la culpa. Dios lo sabría sin duda. Nunca lo confesó por vergüenza y por temor a que su marido se enterara y la repudiara.

Ella no había pecado, no puede ser pecado si te obligan, si no puedes resistirte. O quizá no se resistió lo suficiente…quizá debería haberlo hecho hasta la muerte. Esta duda la había atormentado en incontables noches de insomnio, masticando el terrible recuerdo una y otra vez, sin poder pedir consuelo a nadie, sin poder llorar en brazos de su marido.

Él no estaba casi nunca, su trabajo de comerciante hacía que tuviera que estar viajando continuamente, ella ya sabía que así sería cuando se casó con él. A cambio el ganaba lo suficiente para que pudieran llevar una vida desahogada, y tenían una bonita casa que muchos envidiaban. Quizá fue la envidia.

Nunca le habían gustado esas fiestas, para ella paganas aunque las hubieran querido disfrazar con el nombre de carnaval. Cuando era niña se pasaba los días que duraban encerrada en casa para no ver esas horribles máscaras y las soeces maniobras de quienes las portaban, que se regocijaban asustando a los más pequeños.

Ya adulta había perdido el miedo pero seguían sin gustarle, en consecuencia no participaba en ellas, hacía lo que cualquier otro día pero saliendo de casa lo menos posible. Así estaba el año pasado, bordando tranquilamente, cuando oyó pasos dentro de casa. No le extrañó pues siempre dejaba la puerta abierta como era costumbre en todas las casas. Pensó que sería su vecina que solía pasarse casi todos los días a charlar un rato con ella, la llamó sin levantar la vista de su labor. No hubo respuesta, así que volvió a pronunciar su nombre, esta vez interrogativamente y levantando la vista con gesto extrañado. Al no obtener contestación la extrañeza se fue transformando en alerta, dejó el bastidor en el suelo y se puso de pié para comprobar quien había entrado en su casa. A veces se colaba alguna oveja o cabra despistada y lo ponían todo perdido.

No llegó a la puerta porque por ella vio aparecer a una figura seguida de otras dos. Eran tres hombres disfrazados, con el rostro oculto por esperpénticas máscaras, sus ropas eran igualmente repulsivas y emitían unas desagradables risotadas que sonaban a hueco por el efecto de las máscaras.

El terror la invadió por completo haciendo que se quedara congelada en el lugar donde se hallaba, mientras ellos se acercaban rodeándola sólo acertó a dar unos pocos pasos hacia atrás. Entre dos la sujetaron, ella empezó a forcejear demasiado tarde, uno le tapaba la boca con su manaza, casi no la dejaba respirar. El tercero la violó, después los otros dos hicieron lo mismo. Cuando hubieron acabado se fueron dejándola en el suelo. Después de los terribles momentos que acababa de pasar sintió un profundo alivio al pensar que todo había acabado, sus ojos se cerraron y durmió. La rabia, la vergüenza, el dolor, vinieron después, el pensar que nunca más podría mirar a nadie a la cara, que estaba sucia para siempre, el deseo de morir, el preguntarse por qué a ella.

Al paso del tiempo, muy lentamente, las heridas fueron cicatrizando, sólo ella y aquellos tres que jamás sabría quién eran, conocían lo que había sucedido. Cada vez que se cruzaba en la calle con algún vecino pensaba que podría ser alguno de sus agresores. Creía adivinar en algunas miradas que estaban al tanto de lo que había sucedido Sentía mucho miedo de que se pudiera repetir. Pero despacio los recuerdos fueron remitiendo y la angustia mitigándose, aunque algo hacía que no se acabara de disipar del todo.

Finalmente tuvo que aceptar lo que tanto temía, que estaba embarazada. Lo que llevaba muchos meses esperando al fin había sucedido, pero con la amarga diferencia de que ahora en vez de sentirse feliz por ello, sentía una inmensa congoja mezclada con rabia y sensación de injusticia.

¿Por qué Dios la sometía a esta prueba si ella siempre había sido obediente y cumplidora cristiana? Era demasiado cruel la incertidumbre de no saber si el hijo que crecía en su interior era de su esposo o de alguno de los depravados que abusaron de ella. Tuvo deseos de acabar con la vida que se gestaba en su interior, cometió algunos actos temerarios que podrían haberle causado daño al feto o a ella misma. Hasta que un día algo cambió súbitamente en su interior, sintió como en una revelación que no le importara de dónde hubiera provenido la semilla, porque aquel era su hijo y lo amaba de todas maneras, fuera quien fuese su padre.

Al día siguiente le comunicó a su esposo la buena nueva y comenzó a preparar con amor todo lo necesario para el nuevo ser que iba a llegar. El milagro de la vida que se desarrollaba en su interior la sanó, y desde entonces hasta el momento presente, se entregó a ella en cuerpo y alma, como si hubiera renacido en un ser nuevo e inocente. Y así se había sentido hasta el día de hoy, en que las dudas y el miedo habían vuelto a apoderarse de su alma.

Ya no podía estar segura de si la angustia que atenazaba su estómago era una sensación física o espiritual, se retorcía aferrándose el vientre con las manos, sudaba, oyó un ruido, como aquella vez, escuchando pasos multiplicados por un eco que martilleaba en su cabeza como los latidos de su corazón acelerado. Le costaba abrir los ojos, intentaba enfocar la vista y no lo conseguía, tampoco lograba incorporarse, se sentía sin fuerzas.

Le pareció que algo se movía en el rincón en penumbra donde estaba la alacena, le pareció que la puerta se abría desde dentro. Su razón y sus sentidos luchaban. Pensaba que aquello no podía estar sucediendo, que seguramente estaba soñando, intentó despertar de la pesadilla. Reuniendo todas sus fuerzas puso los pies en el suelo y consiguió sostener su peso sobre ellos, no perdía de vista el rincón, veía que algo se movía. La puerta se seguía abriendo, pero al acabar de hacerlo no eran las familiares estanterías con comida y vajilla lo que vio, sino un hueco oscuro.

Empezó a rezar enteramente dominada por el pánico, pero esta vez el instinto de supervivencia guiaba sus acciones, en dos movimientos encadenados cogió a su hijo de la cuna y se agachó para alcanzar el uso, que blandió como arma defensiva. En el hueco empezó a aparecer un resplandor de color rojizo, oía una risa que se hacía cada vez más cercana y aterradora, vio humo, y entre él una forma que se agitaba. Temblando y andando de espaldas se fue acercando a la puerta de salida, tanteaba la pared mientras no se atrevía a dar la espalda a aquello que se movía.

En el momento siguiente lo vio claramente, un rostro, no sabía si humano o no, el más horrible que había visto en su vida. Su piel era roja y tenía unos terroríficos cuernos retorcidos en su frente. Su boca exhalaba un fétido vapor y una voz horriblemente estridente le decía – Vengo a por ti, me perteneces- En ese instante su espalda encontró el hueco en la pared y ya no dudó en darse la vuelta y salir huyendo.

Corría con el pánico espoleando su corazón, no pensaba, sólo sentía los pasos de su perseguidor cada vez mas cerca, ya casi percibía su mano alcanzando su hombro. Gritó a la vez que sentía el contacto y en el mismo instante su corazón explotó. Cayó de bruces ya muerta antes de chocar con el suelo, aún aferraba con un brazo a su hijo, la otra mano seguía sosteniendo el uso. Así quedó tendida en el suelo. Seguramente nadie se preguntaría que la había sucedido, había demasiados como ella. Sólo un perro famélico que merodeaba en busca de alimento se acercó con curiosidad…

lunes, 31 de octubre de 2011

COMIENZO


Hoy es la víspera de todos los santos. Voy a obviar el nombre anglosajón que a fuerza de verlo y oírlo por doquier se ha transformado en algo absolutamente devaluado y hortera, y ha hecho que éste nuestro tradicional día de difuntos (aunque ése se celebra pasado mañana) parezca algo mucho más estiloso.

Hoy me parece un buen día para empezar un blog, como cualquier otro, pero éste es significativo por las connotaciones tétrico-festivas de la jornada. Porque desde mí ya lejana infancia (relativamente lejana si lo vemos desde un punto de vista cuántico), siempre me he sentido morbosamente atraída por la muerte y las manifestaciones artísticas que la han tomado como inspiración. Me viene en éste momento a la memoria el título de ése juego inventado por los surrealistas: El cadáver exquisito….que evocador. Un cadáver para chuparse los dedos, como el del pavo asado que algunos suelen comerse en grandes celebraciones, o mejor aún, el bonito cochinillo que ofrece con generosidad toda la amplitud de su espalda a los comensales. Morbo y comida todo en uno ¿Quién puede pedir más?

Me he desviado del tema. Os voy a contar, para quien no lo recuerde, cómo se juega a ese juego que puede resultar hasta exotérico si se mira bien. La cosa es que entre varias personas han de construir una frase de la siguiente manera: La primera escribe secretamente un nombre, que será el sujeto, en éste caso sería el cadáver, el siguiente algún atributo o adjetivo, otra persona, escribirá un verbo, la siguiente, un predicado, se puede estirar según el número de participantes. Por supuesto nadie sabe lo que los otros han escrito hasta que cada uno dice su palabra y se juntan todas. Al final tenemos una frase que puede resultar absurda a primera vista, pero que, si lo sabemos ver, seguramente encierra algún significado sorprendente…